Voluntariado con refugiados, casualidad convertida en la mejor experiencia
¡Hola! Me llamo Helena y soy una joven de Polonia.
Encontré este voluntariado por casualidad. Y esta casualidad se convirtió en la mejor experiencia de mi vida. Al principio de las vacaciones quería trabajar en el campo en España. Escribí a Piedad, mi amiga misionera, que es española y vive allí. Pensé, que iba a conocer a alguien. Al final, esta idea falló, pero en cambio Piedad me ofreció ir a un voluntariado en el centro de refugiados de Sigüenza. Acepté sin pensarlo. Yo no tenía ni idea del tema de la migración, pero pensé que podría ser muy buena oportunidad para aprender.
Mi familia estaba bastante preocupada por mi decisión, en parte porque yo no sabía mucho sobre el voluntariado y en parte porque tenían miedo de que me pasara algo. Yo no. La calma de las misioneras me contagió a mí. Sentía que ellas sabían lo que estaban haciendo.
En las conversaciones con los chicos refugiados y con las misioneras he aprendido muchas cosas sobre el refugio y los países de los que proceden estas personas solicitantes de asilo (Senegal, Mali, Guinea-Conakry, etc.), sus motivaciones, las leyes, las circunstancias… Yo tenía muchas dudas en estas cuestiones y he podido encontrar respuestas.
Mucha gente en Polonia tiene miedo de los refugiados. Es normal que tengamos miedo del extranjero y desconocido. El miedo es algo sobre lo que no tenemos influencia. Lo sentimos o no, pero, sobre lo que sí tenemos influencia, es sobre nuestra acción: ¿Qué vamos a hacer con este temor? Podemos cerrarnos en nuestras casas, decidiendo que no tenemos nada que ver con los problemas ajenos, o podemos estar abiertos, leyendo, preguntando, interesándonos por esta realidad, dejando que nos toque y nos cuestione. Cuando conocemos el problema, sus fondos y las historias particulares, cuando encontramos una persona que nos lo cuenta, entonces, nuestra actitud cambia. Ya no es el problema ajeno. Es el problema de nuestro amigo y entonces ya nos toca más de cerca. Esto es lo que me ha pasado a mí.
El primer día en el centro fue duro. Llevaba en España solo tres días y mi español todavía no era perfecto. Mi primer encuentro con ellos fue en la cancha de futbol. Me asignaron al grupo de deporte. Este fue el único momento en que tuve dudas sobre si lo que hacía tenía algún sentido. Veía que algunos chicos eran muy competitivos jugando. Yo me senté en el campo simplemente y los miraba. En ese primer momento, me sentía muy inútil. ¿Qué podía hacer una chica tímida como yo por una pandilla de chicos frustrados? Pronto entendí que mucho.
Empecé a conocer a los chicos refugiados rápidamente. Es increíble que se puede ayudar tanto solo con la mera presencia y, en este caso, mi sensibilidad pausada, resultó una ventaja. Estos chicos han pasado meses sintiéndose rechazados e invisibles. Entonces, ellos no se podían creer que nosotros hubiéramos venido a España solo para estar con ellos y que nadie nos ha pagado por esto. Me preguntaron varias veces: “¿Has venido desde Polonia solo para pasar el tiempo aquí? Pero, ¿tú no trabajas en España?”. No se lo podían creer.
Ahí fue donde entendí que una cosa con la que conecta toda la gente, todos sin excepción – no importa si somos hombres o mujeres, europeos o africanos, cristianos o musulmanes – es la necesidad de ser amados y aceptados. Esto nos hace seres humanos. A los chicos africanos les encantaba sentarse con nosotros, jugar, estudiar español, bailar o enseñarnos a hacer pulseras. Varias veces cuando estaba sentaba al lado de alguien en silencio, él empezaba, poco a poco, a contarme alguna parte de su historia. Me di cuenta de que esto era lo que más necesitaban: una atención sincera y cordial.