La mañana del 24 de febrero, escuché la noticia de la invasión de Ucrania. Cuando entré en la capilla me vinieron al corazón las palabras del apóstol Pablo referidas al Cuerpo Místico de Cristo: “si un miembro sufre, todos sufren con él”.
Desde que empezó la guerra, sentimos la necesidad de acompañar este momento y nos planteamos cómo participar más de cerca de lo que está ocurriendo. Ya había cauces de ayuda donde involucrarnos en nuestra zona. En principio, fuimos al Ayuntamiento de Sopot. Allí, junto con muchos voluntarios, preparábamos bocadillos, clasificábamos ropa donada, recibíamos a los ucranianos, y les ayudábamos a tramitar su residencia en Polonia.
A los pocos días apareció en nuestra calle un coche con banderas ucranianas. Se trataba de un coche de rescate. Le dejamos una nota en el parabrisas para ponernos en contacto y resultó ser de unos vecinos nuestros emigrantes que viven en Polonia ya hace unos años. Cuando estalló la guerra, se pusieron en contacto con organizaciones y sacerdotes ucranianos ofreciendo su furgoneta. Han hecho varios viajes de ida y vuelta a Ucrania. De ida llevan ropa, comida y medicinas; a la vuelta traen personas. Antes del último viaje, los jóvenes de nuestra comunidad se pusieron en marcha para recoger toda una lista de cosas que allí necesitan y fondos para pagar la gasolina. Ha sido alucinante cómo se han volcado para ayudar.
En Semana Santa hemos estado como voluntarias de Caritas a la estación de Przemysl en la frontera con Ucrania. Era un sitio habilitado solo para mujeres y niños: una sala con unas cuantas mesas donde tomar café o té; algunos colchones junto a la pared para poder descansar. Un andén protegido con paredes de plástico, donde los niños podían correr y jugar. Al lado, en la sala, las mamás tenían su espacio donde poder hablar, pensar, decidir qué hacer, dónde, cómo seguir…. Por la noche, ambos espacios se convertían en dormitorio: colchones, mantas y sacos por todas partes.
De las dos misioneras que íbamos, mi compañera entiende ruso y ucraniano; yo solo polaco. Por eso ella estaba con las madres y yo con los niños. Nada extraordinario, pero profundamente humano. Solo preguntarles: “¿de dónde vienes?” les llenaba los ojos de lágrimas. Silencio. Cercanía. Oración. Cordialidad. Huyendo de la muerte. Buscando la vida. Ahí, con cada uno de ellos, estaba Dios.
Eran mujeres solas con dos hijos o tres y la abuela. Sin tener dónde volver. Sin saber adónde ir. Preguntan. Abren el corazón. Miedos, tristeza, incertidumbre… AGRADECIMIENTO. Ahí estaba Dios. Por la tarde un niño con las botas rotas y los pies mojados. Lavarle y secarle los pies, ponerle calcetines limpios y unas zapatillas… ¡Qué lavatorio de Jueves Santo tan real! Ahí estábamos con Dios.
En todos esos gestos puramente humanos de escucha, de respeto, de compañía, de hacer sonreír a un niño…hay salvación. Creemos que la Vida llega cuando bajamos con Dios a compartir los infiernos de la gente. Es lo mismo que hizo Jesús. Es un privilegio acercarnos al lugar donde Dios está presente salvando. No nosotros, Él. Pero Él contando con nuestros gestos humanos.
Pili Casado