Cada experiencia de misión es única porque los jóvenes que participan son únicos. Este año hemos vivido la tercer Misión Asiática en Filipinas desde el 31 enero al10 febrero. Participaron seis jóvenes de Japón, seis de Corea del sur y otros sesenta de Filipinas procedentes de barrios de Malasiqui (Pangasinan) y Nampicuan (San José de Nueva Ecija).
El primer fin de semana fuimos a misionar al barrio de Olea (Malasiqui). Las familias del lugar nos recibieron con los brazos abiertos y nos ofrecieron sus casas para dormir donde nos repartimos en pequeños grupos de dos o tres jóvenes. La bienvenida, la visita a las familias para rezar, el concierto que organizamos para jóvenes o los juegos con los niños… todo nos ayudaba a descubrir que nuestra vida está hecha para amar. Es decir, que somos más felices cuando amamos y nos damos a los demás, aunque no tengamos nada más. Durante la semana íbamos al campo a trabajar como un jornalero más recogiendo cebollas y haciendo canastas para la cosecha del mango. También compartimos la fe en varias Universidades partiendo de lo que nos une y nos hace hermanos que es la presencia de Dios en cada cultura.
Antes de empezar la misión, la visita de los coreanos y japoneses estaba amenazada con el tema del coronavirus. Discerniendo nos dimos cuenta de que el peor virus que estamos viendo es el de la indiferencia y que con esta misión íbamos a ponerle al mundo el mejor antídoto: el amor y la cercanía. Así que, si los controles daban bien, nos lanzábamos a hacerla. Así fue y la tercera misión de las Comunidades de Asia ha dado mucho fruto en el corazón de los jóvenes.
Os cuento algún ejemplo, un chico experimentó el amor de Dios por su vida tan fuertemente que lloró después de muchos años de no poder hacerlo por la experiencia tan dura familiar que había vivido. Otra chica, delante de Cristo Crucificado le entregó su vida entrega diciéndole sí a sus planes.
¡Merece la pena amar y darse por los jóvenes!
Ana Palma